jueves, 24 de noviembre de 2016

La ciencia del cotilleo

Crónicas de la ciudadana preocupada, imagen y texto de Aglaia Berlutti, excepto intro en cursiva

Nota: a pesar de lo que la imagen de portada pueda inducir, el cotilleo es más practicado por hombres que por mujeres y con más maledicencia teniendo en cuenta que generalizar es muestra de ignorancia. Como muestra dos botones, un texto muy antiguo, el Chandogya upanishad dice que los hombres son chismosos y pleitistas, y en tiempos modernos no faltan estudios que lo corroboran como puedes ver en este video 

 Desde una óptica venezolana, aplicable a cualquier país o situación, este artículo presenta algunas de las múltiples variantes por las que discurren las corrientes venenosas de los prejuicios, el juicio a la ligera, el chismorreo, el cotilleo, el rumor, el comadreo, la comidilla, el badajeo, la murmuración, el cuchicheo y la intriga.
Todos saben lo que es ese aparato conocido como la máquina de la verdad. 
Y la máquina de la mentira es la imaginación, sobre todo en lo que se refiere a la vida interna o externa de los demás... 
No confundir intuición con inducción, ni el calor que cocina con el que quema. 

Texto
Mi abuela solía decir que Venezuela es un país chismoso. Pienso en esa frase mientras escucho el décimo rumor sobre “un golpe de Estado”que probablemente ocurrirá en días —incluso horas— según quien lo difunda. En esta ocasión, se trata de dos de mis vecinas, quien conversan sobre el tema mientras aguardamos el ascensor.
—Mira, ya me lo dijo mi primo, que tu sabes trabaja para un “pesado”: Esta vaina va a estallar ya —murmura la primera, mirando sobre el hombro como para asegurarse yo no sea parte de algún organismo de seguridad. Cuando comprueba que sólo soy la mujer pálida del décimo piso, se inclina de nuevo hacia su interlocutora—. ¡Los militares no aguantan nada ya!
La otra mujer sacude la cabeza, frunce la boca con preocupación. Se inclina y responde. A la distancia donde me encuentro solo escucho la frase “Militares que finalmente les duele su país” y “Ya mismo”. No necesito escuchar más. Me alejo un par de pasos y finjo revisar mi teléfono celular para evitar me incluyan en su animada tertulia.
Sí, Venezuela es un país chismoso, pero además, herido de desinformación. De manera que no resulta extraño que ante el vacío de fuentes oficiales, de la tan cacareada información “veraz y oportuna”, el de boca en boca, el rumor de pasillo y por supuesto, esa gran conversación de las redes sociales sustituya la noticia. ¿A dónde acude una población que no tiene acceso real a fuentes noticiosas confiables? ¿Qué toma por cierto un país donde la propaganda ideológica sustituyó el hecho verosímil? No se trata sólo de un método de supervivencia en medio de una gravísima crisis social y económica, sino una forma de expresar el profundo descontento y frustración que la mayoría de los venezolanos padece. Esa sensación que nos encontramos al borde de lo inimaginable: un conflicto de proporciones imprevisibles o quizás, la mera destrucción del concepto de país como hasta ahora, lo conocemos.
Cual sea el caso, el motivo o la consecuencia, el rumor está en todas partes. Mucho más, a medida que la situación se hace más caótica, incontrolable y peligrosa. Por décadas los venezolanos nos hemos acostumbrado que las habladurías de pasillo —las tan conocidas versiones de “tubazo” o incluso ideas tan simples como comentarios a los que se le atribuye veracidad— no sólo sean una manera de comprender el acontecer nacional, sino de dibujar el mapa de la incertidumbre. ¿A qué tememos los venezolanos? ¿Qué esperamos en medio de un caos país cada vez más agudo y generalizado?
Cuando me subo en el ascensor, el dúo de ancianas continúan conversando sobre lo que vaticinan sucederá en Venezuela a no tardar. Hace años, escuché conversaciones parecidas antes que Hugo Chavez Frías finalmente admitiera su gravísimo estado de salud. Semanas de tensión y de interminables chismes y versiones sobre la enfermedad que sufría, lo que podía implicar para Venezuela, incluso sus inmediatas consecuencias políticas. Recuerdo que jamás creí a ninguno: Luego de crecer en un país donde el chisme es parte de la idiosincrasia, los comentarios sobre el cuadro médico de Chavez me parecieron otra exageración, otro de esas nociones distorsionadas sobre la posible salida política a una circunstancia política incierta. Por eso me sorprendió cuando finalmente, Chavez decidió no sólo confirmar lo que buena parte del país comentaba en voz alta —y daba por sentado— sino además, dejar en claro que el rumor en Venezuela, había pasado a ser la fuente de información por excelencia.
Tengo una imagen muy clara de la noche en que Chavez anunció que padecía de un gravísimo tipo de cáncer. De pie, frente a un podio de madera, con el rostro ceniciento, de pronto parecía no el caudillo de mil batallas dialécticas que por tanto tiempo uso su carisma como arma de segregación y discriminación, sino un hombre aterrador. Mortalmente aterrado, además. Calculé la gravedad de su enfermedad —que no especificó ni tampoco explicó— por esa expresión de derrota, las mejillas blandas y curtidas, la boca apretada en un rictus de espanto. Lo miré y de pronto, sentí una rara sensación de compasión por un hombre que durante más de quince años había insultado, provocado un peligroso odio clasista en mi país, había transformado a Venezuela en un fallido experimento ideológico. Ahora, sólo era un hombre aterrorizado. Vulnerable, como todos.
Fue la noche que también asumí que la información y la noticia, como hasta entonces la había conocido, había muerto en Venezuela. Lo había hecho porque de pronto, no sólo los rumores habían resultado ciertos, sino que además habían alcanzado un grado de importancia inédita. La idea me produjo miedo y algo muy parecido a una sensación de pura desazón. De pronto, me pregunté qué ocurriría de ahora en más, cómo afectaría esa percepción sobre la realidad o no, en la Venezuela sacudida por la noticia como herramienta de guerra y control.
Porque de eso se trata todo, ¿no? pensé en muchas ocasiones, mientras los meses avanzaban y el panorama político se hacia más incierto, al parecer irremediablemente ligado a la salud de Chávez. De la capacidad del Gobierno para usar la información como propaganda y más allá de eso, una forma de presión y destrucción de nuestra percepción de la verdad y la realidad. Esa manera de construir una forma de percibir al país a conveniencia y sobre todo, al servicio de los intereses del poder establecido. Una vuelta de tuerca al concepto del uso del poder como puño de hierro: Una forma de restringir la libertad de pensamiento y de expresión.
Tal vez por ese motivo, nos lleva tanto esfuerzo definir lo que es real y lo que no es real en Venezuela. Que es la verdad o que simplemente se trata de una interpretación de lo que podría ser. ¿Qué es un rumor sino una noticia que no se verifica, que carece de certeza pero que podría ser real? ¿En cuántas ocasiones nos ha ocurrido que leemos una noticia solo para descubrir que se trató de rumor infundado que se tomó por cierta? A veces pienso que J. Goebbels estaría satisfecho, de comprobar de manera fidedigna que su certeza que “una mentira repetida muchas veces puede convertirse en verdad” se cumple a diario y al pie de la letra en Venezuela. Y esa disyuntiva de en qué creer o que no creer, en un país sometido a la censura, donde el gobierno pregona la hegemonía comunicacional, resulta preocupante. ¿Cómo podemos analizar la información que se comparte y se toma por cierta en redes? ¿Existe una manera infalible de verificar la autenticidad de las noticias e informaciones que leemos a diario? ¿A quién podemos creer en esta Venezuela donde la información no es otra cosa que una idea sujeta a intereses muy diferentes a los de difundir una versión creíble de la realidad? Lamentablemente, no existe un método concreto para hacerlo y todo depende de nuestra capacidad de análisis —y de credulidad, vamos a admitirlo—, con respecto a la información que nos llega por cientos de manera distintas. Y lo que es aún peor, qué tan preparados estamos para comprender que en Venezuela, la verdad es una forma de manipulación que pasa no sólo por un refinado proceso de manufactura política, sino que además, es una herramienta del poder para la violencia. Peor aún, no existe una manera de evitar convertirte en un vehículo de transmisión de la información falsa, en un mero rebotador del rumor institucionalizado. Lo que si podemos ejercitar es el músculo del análisis y un cierto cinismo que nos permita controlar —definir— la veracidad o no de la información y aún más, lo que comprendemos sobre ella.
Cuando me bajo del ascensor, el par de ancianas continúan debatiendo enfurecidas sobre el destino político del país. Percibo el miedo en ellas, una angustia indefinible. Pienso en las ocasiones en las que las he visto, haciendo largas filas bajo el sol del mediodía para comprar alimentos. En su rostro aterrorizado por las calles destrozadas, en la esperanza quebradiza y triste con que han sacudido cacerolas desde su ventana. ¿No es el rumor una especie de asidero a la realidad que aspiramos? ¿Un deseo insignificante? ¿Una forma de enfrentarse a la realidad?
Me aterroriza la idea de ese consuelo incompleto, básico, infantil. De la forma como nos enfrentamos a una situación cada vez más dura, violenta, caótica. A los meses que anuncian una crisis aún más profunda. Me aterroriza el pensamiento de esa percepción infantil de la realidad. Del país adolescente cayéndose a pedazos que intenta detener la debacle sosteniéndose sobre algo tan frágil como una mentira a medias.
Se trata de un pensamiento inquietante. Lo medito cuando reviso algunos mensajes que recibo en las app de mensajería instantánea y que de nuevo, insisten en predecir un “final” para la situación que vivimos. Que hablan y describen una transición incierta, unas esperanzas fundadas sobre algo tan incompleto como una opinión política. Se debate en redes sociales, se difunde en calles y casas. El rumor, que en Venezuela parece ser la única fuente de información fidedigna está en todas partes, parece subsanar las fallas de estrategia, de organización y de propuestas.
Hace unos días, alguien que conozco me telefoneó para hablarme sobre un grupo de panfletos que supuestamente alguien había introducido en el cuartel Militar de Fuerte Tiuna. En esta ocasión, el rumor tiene además una supuesta prueba irrefutable: una imagen descolorida de una hoja de papel torpemente redactada que llama a la sublevación militar. Escucho la historia completa con una sensación de profundo desaliento y tristeza.
—¿Estás viendo? Ahora sí, vendrá lo “bueno” —me dice mi interlocutor, exaltado—. Es que definitivamente aquí va a pasar una “vaina”.
No respondo. ¿Qué puedo decir a eso? Lo he escuchado tantas veces, de tantas maneras distintas. Ese “conflicto” misterioso que parece anidar en el inconsciente del venezolano. Ese golpe de efecto que al parecer nace del trauma del 27 de febrero del 92 y que aún subsiste en una generación herida y aterrorizada. Pero además hay algo más, esa insistencia en creer con una inocencia peligrosa en las soluciones de fuerza. En esa demostración a viva voz que luego de diecisiete años de penurias no hemos aprendido la lección histórica.
—¿No te parece que hora si se prendió “la vaina”? —insiste mi interlocutor.
—No, la verdad es que no.
—Pero estos panfletos son reales —me dice escandalizado— no es un rumor, es algo que pasó.
No sé cómo explicarle las contradicciones del planteamiento, contenidas en una hoja de papel sin origen conocido. No sé cómo expresarle mi profunda preocupación por el hecho que el país parezca más interesado en imaginar epopeyas callejeras con resultados heroicos que planteamientos viables para la resolución del conflicto que atravesamos. Que en realidad el rumor, la idea de los militares como salvadores no es más que una nueva encarnación del dolor país, de la angustia abrumadora que nos sofoca a diario.
—Nadie nos va a salvar de esto así de sencillo —digo por último, en tono neutro; tan cansada que siento deseos de llorar—, nadie vendrá a “rescatar” a Venezuela. Lo que sea que nos espere será largo, trabajoso, implicará sufrimiento y muchísimo circunstancias graves. No es sencillo y no hay manera que lo sea.
Cuando mi amigo cuelga el teléfono, recuerdo aunque no sé exactamente por qué, la noche del 10 de abril del 2002. Me encontraba junto a una de mis primas, escuchando las declaraciones nerviosas de voceros políticos, mientras Caracas se preparaba para asistir a una nueva demostración de fuerza callejera. Mi prima me miró preocupada cuando le expliqué que iría a la manifestación. Me sobresalté.
—¿Te parece ocurrirá algo? —le pregunté. 
—No lo sé. No lo creo… pero me preocupa tanta tensión.
No sé por qué recuerdo ese momento en que pensé que el país bullía en malestar político y que eso podía ser peligroso. En esa sensación de entender muy poco, el proceso que se estaba desarrollando en la lucha política. Había rumores, tantos como para comprender que la situación era complicada y dolorosa. Pero aún así, no sentí miedo. Nadie sabía en realidad que podía ocurrir al día siguiente, luego de casi un mes de enfrentamientos y protestas. Pero recuerdo que no sentí una especial preocupación por los comentarios que hablaban sobre enfrentamientos callejeros. El rumor sólo era eso: un síntoma del nerviosismo, el pasatiempo nacional. Nadie podía prepararme para lo que ocurriría horas después, ni siquiera un rumor insistente.
Me hace sentir escalofríos el temor que siento ahora, la sensación que me provocan los incesantes comentarios sobre el futuro político del país. La crasa diferencia entre esa noción del rumor como inexacto y la que me abruma ahora, más parecido a un anuncio mal intencionado, un arma del poder. ¿Cuándo el país se convirtió en este enfrentamiento de opiniones sin sentido? ¿Cuándo abandonamos toda lucha por refugiarnos en el temor?
Una vez leí que George Orwell, autor de “1984”, insistía que los rumores se convertían en vehículos de horror. Que escucharlos, te preparaba para lo que bullía en las entrañas de los conflictos. Un pensamiento que el escritor y periodista medito durante su largo periplo como testigo de la Segunda Guerra mundial. Lo pienso mientras recuerdo lo mucho que me asustó leer esa idea y después, comprobar sus alcances en las distopias del escritor. En ellos, Orwell describe una sociedad donde el temor es el lenguaje político por excelencia y la ignorancia, una de las bases donde se sustenta un estado opresor. Porque en Oceanía —el continente imaginario donde transcurre 1984—, la critica es un crimen, la oposición a las ideas del Gran Hermano —la punta de la pirámide que Gobierna la sociedad Orwelliana— impensable. El rumor se reprime. Pero subsiste, se esfuerza en sobrevivir, sin lograrlo. Porque el poder solo tiene un sentido y el odio está en todas partes. Y el ciudadano se debate entre obedecer por deseo, por necesidad, por temor, por una visión utópica de alcanzar el perfeccionamiento a medida que asume su lugar bajo el puño de hierro que lo controla. El miedo como lenguaje, el poder como sistema. La ignorancia como valor.
La información, lo que sabemos, lo que se oculta, como arma de guerra.
No es que el Gobierno Bolivariano haya sido hasta ahora muy tolerante con la opinión, en ninguna de sus formas. Mucho menos ahora, que la situación es tan crítica que empuja hacia una resolución quizás inevitable. Como toda visión militarista de la política que se precie, a la Revolución chavista le molesta y le incomoda la opinión disidente. Incluso si sólo se trata de rumores de pasillos, de la percepción de la realidad. Se enfrenta a la idea usado el mismo rumor como vehículo de una serie de mecanismos de coacción y quizás de medio. Eso, luego de convencerse que incluso la información informal era peligrosa. Al principio, durante esa sorpresivamente corta Luna de Miel de Hugo Chavez Frías con los medios de comunicación, la idea de la oposición argumental —e ideológica— era una especie de anécdota cultural. La calle opinaba —a favor o en contra del Gobierno— y el Líder carismático reía a carcajadas con su audiencia. Eran tiempos de un Chavez dicharachero y juguetón, que bromeaba frente a las cámaras con las criticas y las furiosos argumentos en contra de su proyecto. El país rebosaba de una bonanza falsa —pero bonanza, al fin— y padecimos la ventolera de confiar de nuevo en la promesa del “Hombre fuerte”. Todo tenía que cambiar, transformarse, en esta revolución “de ideas” que muy pronto anunció que “ era pacífica pero estaba armada”. Más adelante, Chávez dejaría muy claro que los “rumores” eran también una forma de ataque a esa sempiterna idea de control. De pronto, incluso los inofensivos comentarios vía Redes Sociales parecían una forma de amenaza para un gobierno obsesionado con la información y su difusión como una forma de ataque a su percepción sobre el control ¿Se trataba de la violencia sugerida? ¿O de la idea que el gobierno dejaba bastante claro la Revolución continuaría incluso cuando la historia cotidiana tratara de detenerla? Cuando la información se convirtió en motivo de ataques e incluso se volvió directamente un delito, comprendí el verdadero sentido de noción sobre la censura que resumió la ideología del gobierno. Más tarde entendería que se trató del primer anuncio contra la libertad de pensamiento, tan peligrosa para cualquier régimen con aspiraciones totalitarias.
Mientras recorro mi timeline de Twitter, los rumores saltan de todos los lugares imaginables. De cuentas anónimas, de otras tantas que expresan el temor a la incertidumbre. De visiones moderadas y radicales del país. Todas coinciden en predecir el desastre, el final, la culminación de una larga agonía. Lo mismo ocurre en Facebook, donde hay toda una visión de la situación distorsionada por el temor, una agridulce esperanza, la velada insinuación que la violencia es la única respuesta a la crisis. Y los rumores lo reflejan, lo difunden, lo ponen en la palestra de la atención pública. Son un preocupante termómetro de la situación nacional.
Se suele decir que a pesar de la creencia popular, no existe un “fondo” a donde llegar en medio de una crisis. Que una situación puede empeorar tantas veces como para destruir la visión de esa idea de límite de la gravedad de lo que podemos vivir. Pienso en eso mientras miro una enorme pancarta descolorida del difunto Presidente Chavez, sonriendo al futuro, entre trozos de papel amarillento. Y pienso que tal vez, esta Revolución quebrantada y que insiste en reescribir la historia, se propone conservar el poder viviendo para siempre como una visión de la realidad. Del terror hacia la incertidumbre que soporta una población cada vez más aterrorizada y desesperada. La búsqueda de una alternativa inexistente. Y me pregunto, no sin cierto sobresalto, si el rumor no sólo es el reflejo que vivimos sino del país que realmente soportamos. Una paisaje deformado de lo que asumimos es real.
Me asusta no tener respuesta para eso.
Quizás no exista una, en realidad.

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