sábado, 26 de marzo de 2016

Mentiras de la Historia: La "oscura" Edad Media


Me fío más de los monumentos y de la lógica que de
las Historias. André Geiger

La impostura de un texto y la redacción de una crónica no exigen más que un poco de habilidad y de saber hacer, en contrapartida, es imposible hacer eso con una catedral. Vulcanelios

Los acontecimientos para un hombre de talento, no son más que un trampolín de ideas y de estilo, puesto que todos se mitigan o se agravan con arreglo a las necesidades de una causa política o según el temperamento del escritor que los maneja. En cuanto a los documentos que los apuntalan, tienen menos valor aún,
porque ninguno de ellos es irreductible y todos son impugnables. Cuando no resultan apócrifos, se desentierran más tarde otros, no menos ciertos, que los calumnian, en espera de que a su vez los desvalore la exhumación de otros archivos no menos seguros. J.K.Huysmans

Escribamos de nuevo la Historia. J.J.Benítez en este video relacionado

Los cronistas nos pintan esta desdichada época con los colores más sombríos. Por espacio de muchos siglos, no hay más que invasiones, guerras, hambres y epidemias. Y, sin embargo, los monumentos, fieles y sinceros testimonios de aquellos tiempos nebulosos, no evidencian la menor huella de semejantes azotes. Muy al contrario, parecen haber sido construidos entre el entusiasmo de una poderosa inspiración de ideal y de fe por un pueblo dichoso de vivir, en el seno de una sociedad floreciente y fuertemente organizada.


La carretilla de Pascal

Antes de leer la verdad en los edificios, he aquí una digresión destinada a precisar y definir lo que queremos explicarte. 
Sobre todo en la educación francesa, y muchas que se inspiran en ella, constituye un prejuicio muy enraizado aquel que, durante largo tiempo, hizo atribuir al sabio Pascal la paternidad de la carretilla volquete. Y aunque la falsedad de esta atribución esté hoy demostrada, no es menos cierto que la gran mayoría del pueblo persiste en considerarla fundada. Interrogad a un escolar y os responderá que ese práctico vehículo, por todos conocido, debe su concepción al ilustre físico. 
El error vulgar que propagaron los libros elementales de Historia podía ser fácilmente desenmascarado, pues bastaba, tan sólo, con hojear algunos manuscritos iluminados de los siglos XIII y XIV, en los que muchas miniaturas representan a campesinos medievales utilizando la carretilla. Incluso, sin emprender tan delicadas búsquedas, una ojeada lanzada sobre los monumentos hubiera permitido restablecer la verdad. 
Beauvais
Entre los motivos que decoran una arquivolta del atrio septentrional de la catedral de Beauvais (video relacionado), por ejemplo, un viejo rústico del siglo XV aparece representado empujando su carretilla, de un modelo semejante a las que utilizamos en la actualidad. El mismo utensilio se advierte asimismo en escenas agrícolas que forman el tema de dos misericordias esculpidas, procedentes de la sillería del coro de la abadía de SaintLucien, cerca de Beauvais (1492-1500). Por añadidura, si la verdad nos obliga a negarle a Pascal el beneficio de una invención muy antigua, anterior en muchos siglos a su nacimiento, ello no sería capaz de disminuir en nada la grandeza y el vigor de su genio. El inmortal autor de los Pensamientos, del cálculo de probabilidades, e inventor de la prensa hidráulica, de la máquina de calcular, etc., arrastra nuestra admiración mediante obras superiores y descubrimientos de envergadura distinta a la de la carretilla. 


El edificio parlante


Lo que se mantiene innegable es que todos los edificios góticos sin excepción reflejan una serenidad, una expansividad y una nobleza sin igual. Si se examina de cerca la expresión de la estatuaria, en
particular, pronto se sentirá uno edificado por el carácter apacible y la tranquilidad pura que emanan de aquellas figuras. Todas están en calma y sonrientes, y se muestran afables y bondadosas. Humanidad lapidaria, silenciosa y de buena compañía. Las mujeres poseen esa lozanía que revela bastante, en sus modelos, la excelencia de una alimentación rica y sustancial. Los niños son mofletudos, llenos, desarrollados. Sacerdotes, diáconos, capuchinos, hermanos intendentes, clérigos y chantres muestran un rostro jovial o la agradable silueta de su dignidad ventruda.
Sus intérpretes, esos maravillosos y modestos imagineros, no nos engañan y no serían capaces de engañarse. Toman sus tipos de la vida corriente, entre el pueblo que se agita en torno a ellos y en medio del cual viven. Una gran cantidad de esas figuras, tomadas al azar de la callejuela, de la taberna o de la escuela, de la sacristía o del taller, tal vez están recargados o en exceso acusados, pero en la nota pintoresca, con la preocupación por el carácter, por el
sentido alegre y la forma amplia. Grotescos si se quiere, pero grotescos alegres y llenos de enseñanza. Sátiras de gentes a las que gusta reír, beber, cantar y darse buena vida. Obras maestras de una escuela realista, profundamente humana y segura de su maestría, consciente de sus medios, ignorando, en cambio, lo que es el dolor, la miseria, la opresión y la esclavitud. Eso es tan cierto que por más que se busque y se interrogue la estatuaria ojival, jamás se
descubrirá una figura de Cristo cuya expresión revele un sufrimiento real. Se reconocerá, con nosotros, que los latomi se han tomado un trabajo enorme para dotar a sus crucificados de una fisonomía grave sin conseguirlo siempre. Los mejores, apenas demacrados, tienen los ojos cerrados y parecen reposar. En nuestras catedrales, las escenas del Juicio Final muestran demonios gesticulantes, contrahechos y monstruosos, más cómicos que terribles; en cuanto a los condenados, malditos anestesiados, se cuecen a fuego lento en su marmita, sin lamentos vanos ni
dolor verdadero.
Esas imágenes libres, viriles y sanas, prueba hasta la evidencia que los artistas de la Edad Media no conocieron en absoluto el espectáculo deprimente de las miserias humanas. Si el pueblo hubiera sufrido, si las masas hubieran gemido en el infortunio, los monumentos nos hubieran conservado testimonio de ello. Pero sabemos que el arte, esa expresión superior de la Humanidad civilizada, no puede desarrollarse libremente sino a favor de una paz estable y segura. 
Al igual que la ciencia, el arte no sería capaz de revelar su genio en el ambiente de sociedades en desorden.

Todas las manifestaciones elevadas del pensamiento humano están en él; revoluciones, guerras y revueltas le son funestas. Reclaman la seguridad nacida del orden y de la concordia, a fin de crecer, florecer y fructificar. Razones igualmente de peso nos inclinan a aceptar con reserva los acontecimientos medievales consignados por la Historia.
Y confesamos que la afirmación de una «sarta de calamidades, desastres y ruinas acumulados durante ciento cuarenta y seis años» nos parece en verdad excesiva. Hay en ello una anomalía inexplicable, pues justamente es durante aquella desgraciada guerra de cien años, que se extiende del año 1337 a 1453 cuando fueron construidos los más ricos edificios de nuestro estilo flamígero. Es el punto culminante, el apogeo de la forma y de la audacia, la fase
maravillosa en que el espíritu, llama divina, imprime su sello a las últimas creaciones del pensamiento gótico. Es la época de terminación de las grandes basílicas, pero también se elevan otros monumentos importantes, colegiales o abaciales, de la arquitectura religiosa: las abadías de Solesmes, de Cluny, de Saint-Riquier, la cartuja de Dijon, Saint-Wulfram de Abbeville, Saint-Etienne de Beauvais, etc. Se ve surgir de la tierra notables edificios civiles,
desde el hospicio de Beaune hasta el palacio de Justicia de Ruán y el Ayuntamiento de Compiègne; desde las mansiones construidas un poco por todas partes por Jacques Coeur hasta las atalayas de las ciudades libres como Béthune, Douai, Dunkerque, etc. En las grandes ciudades francesas, las callejuelas siguen su curso estrecho entre la aglomeración de los remates apiñonados, de las torrecillas y de los balcones, de las casas de madera esculpida, de los edificios de piedra con fachadas delicadamente ornadas. Y, en todas partes, bajo la salvaguarda de las corporaciones, los oficios se desarrollan; en todas partes los compañeros rivalizan en habilidad; en todas partes la emulación multiplica las obras maestras. 
La Universidad forma brillantes alumnos, y su renombre se extiende por el viejo mundo; célebres doctores e ilustres sabios expanden y propagan las bondades de la ciencia y de la filosofía; los espagiristas amasan, en el silencio del laboratorio, los materiales que más tarde servirán de base a nuestra química;
grandes adeptos dan a la verdad hermética un nuevo esplendor... ¡Qué ardor desplegado en todas las ramas de la actividad humana!
¡Y qué riqueza, qué fecundidad, qué poderosa fe, qué confianza en el porvenir alentaban bajo ese deseo de edificar, de crear, de investigar y de descubrir en plena invasión, en este miserable país de Francia sometido a la dominación extranjera y que conoce todos los horrores de una guerra interminable!
En verdad, no comprendemos...

Y es que resulta cómodo fabricar, con todas las piezas, textos y documentos, viejas cartas de cálidas pátinas,
pergaminos y sellos de aspecto arcaico, y algún suntuoso libro de horas, anotado en sus márgenes y bellamente iluminado de orlas, cenefas y miniaturas. Montmartre proporciona a quien lo desea, y según el precio ofrecido, el Rembrandt desconocido o el auténtico Teniers. Un hábil artesano del barrio des Halles labra, con una inspiración y una maestría asombrosas, pequeñas divinidades egipcias de oro y bronces macizos, maravillas de imitación que se
disputan ciertos anticuarios. Quién no recuerda, si no, la tan famosa tiara de Saitafernes... La falsificación y la imitación fraudulenta son tan viejas como el mundo, y la Historia, que tiene horror al vacío cronológico, en ocasiones ha tenido que llamarlas en su auxilio. Un sapientísimo jesuita del siglo XVII, el padre Jean Hardouin, no teme denunciar como apócrifas una cantidad de monedas y medallas griegas y romanas acuñadas en la época del
Renacimiento, enterradas con objeto de «colmar» amplias lagunas históricas. Anatole de Montaiglon1 nos ilustra de que Jacques de Bie publicó, en 1639, un volumen en folio acompañado de láminas y titulado Les Familles de France, illustrées par les monuments des médailles anciennes et modernes, que, según dice, «tiene más medallas inventadas que reales». Convengamos en que para suministrar a la Historia la documentación que le faltaba, Jacques
de Bie utilizó un procedimiento más rápido y económico que el denunciado por el padre Hardouin. Victor Hugo, citando las cuatro Historias de Francia más reputadas hacia 1830 -las de Dupleix, Mézeray, Vély y la del padre Daniel-, dice de esta última que el autor, «jesuita famoso por sus descripciones de batallas, ha hecho en veinte años una historia que no tiene otro mérito que la erudición, y en la cual el conde de Boulainvilliers apenas encontraba más de diez mil errores». 
Se sabe que Calígula mandó erigir el año 40, cerca de Boulogne-sur-Mer, la torre de Odre «para engañar a las generaciones futuras sobre un pretendido desembarco de Calígula en la Gran Bretaña»3.
Convertida en faro (turris ardens) por uno de sus sucesores, la torre de Odre se derrumbó en 1645.
¿Qué historiador nos explicará la razón -superficial o profunda- invocada por los soberanos de Inglaterra para
justificar la calidad y el título de reyes de Francia que conservaron hasta el siglo XVIII? Y, sin embargo, la moneda
inglesa de esta época continúa llevando el sello de semejante pretensión...


Epílogo: felix exilium cui locus iste datur


Valen las palabras de Juan de 
Salisbury, que visitó París en 1176, y expresa a este respecto en su Polycration el más sincero entusiasmo en estas letras:
«Cuando veía -dice- la abundancia de subsistencias, la alegría del pueblo, el buen aspecto del clero, la majestad y la gloria de la Iglesia y las diversas ocupaciones de los hombres admitidos al estudio de la filosofía, me ha parecido ver esa escala de Jacob cuyo coronamiento alcanzaba el cielo y por la que los ángeles subían y bajaban. Me he visto forzado a confesar que, en verdad, el Señor estaba en ese lugar y que yo lo ignoraba. También acudió a mi espíritu este pasaje de un poeta: ¡Feliz aquel a quien se asigna este lugar por exilio

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